Desde la época de Leonardo da Vinci, se han intentado crear alimentos en polvo, con mayor o menor éxito, para que al agregarlos al agua nos den alimentos deliciosos, nutritivos y económicos.
El propio Leonardo consideró la posibilidad de hacer pastillas a partir de carne y ranas para no tener que transportar estos animales cuando su protector, Ludovico Sforza, tuviera que ir de viaje de negocios.
Durante los siglos XVIII y XIX, muchas personas intentaron hacer alimentos en polvo tradicionales (principalmente caldo de carne), destacando los logros de Justus Von Liebig en 1850, todos ellos con alguna modificación que los hacía ricos en proteínas, fáciles de conservar, preparar y baratos… pero fallaron principalmente porque su sabor estaba lejos del sabor del plato original.
El fabricante de sopas de sobra más exitoso fue Julius Maggi (¿te suena el apellido?), que se hizo con un molino de su padre en 1869, justo en un momento en el que este sector no estaba muy en auge.
Maggi debía encontrar la manera de rentabilizar su molino, y esta necesidad se combinó con la idea de Fridolin Schuler, que buscaba mejorar el contenido nutricional de las comidas de los trabajadores de la fábrica.
Fue por ello que idearon una harina de legumbres que se comenzó su comercialización en 1884 pero con poco éxito. Esto llevó a Julius a repensar su producto y decidió comercializar una sopa lista para tomar en 1886, a base de guisantes y habas (que recuerda a los guisos típicos de la Edad Media).
Este invento fue un gran éxito y se extendió rápidamente gracias a su rápida y fácil preparación, así como al precio más asequible para las clases más bajas.
En los siguientes años creará nuevas sopas con diferentes sabores, expandiéndose su mercado tan rápidamente que en poco tiempo abrió sucursales de su empresa en distintos países en el mundo.