La vida de un verdugo en la Edad Media era una existencia solitaria y despreciada. Conocidos como «el último hombre», los verdugos eran responsables de llevar a cabo las ejecuciones, tanto públicas como privadas, en nombre del rey o de la iglesia. Sin embargo, su papel en la sociedad no era bienvenido y eran vistos como marginados y rechazados por la comunidad.
En la Edad Media, las ejecuciones eran un evento público y espectacular, y el verdugo era el encargado de llevar a cabo la ejecución de una manera rápida y eficiente. Sin embargo, el verdugo no era solo un ejecutor, también era el encargado de torturar a los prisioneros para obtener confesiones y de castigar a los delincuentes. Estos castigos incluían azotes, mutilaciones y marcar a los delincuentes con hierro caliente.
El trabajo de un verdugo no era solo desagradable, también era peligroso. Muchos verdugos eran asesinados o heridos durante las ejecuciones, y muchos más eran atacados por la multitud enojada. Además, el trabajo era considerado tan deshonroso que muchos verdugos se veían obligados a vivir en la pobreza y a esconder su verdadera identidad.
La vida de un verdugo también estaba marcada por la desconfianza y el miedo. Los verdugos eran vistos como asesinos y criminales, y se les prohibía tener cualquier tipo de relación social o comercial con los ciudadanos comunes. Muchos verdugos eran desterrados a vivir en las afueras de las ciudades, donde se les prohibía entrar en las ciudades durante la noche.
Sin embargo, no todos los verdugos eran malvados o sádicos. Muchos eran simplemente hombres y mujeres que se veían obligados a tomar ese trabajo debido a la pobreza o a la falta de otras opciones de trabajo. Algunos verdugos incluso se esforzaban por hacer su trabajo de la manera más humana posible, intentando minimizar el sufrimiento de los condenados.