Cuando confiamos ciegamente en alguien, decimos que estamos «poniendo la mano en el fuego» por esa persona.
El origen de esta expresión está en la antigua costumbre o ritual de algunos pueblos germánicos y nórdicos de declarar culpables o inocentes a las personas acusadas de determinados delitos.
Uno de esos rituales consistía en colocar la mano del acusado en el fuego, o hacer que sostuviera piedras incandescentes durante un cierto período de tiempo, después de eso, y dependiendo del número de quemaduras sufridas y la gravedad de su importancia, se consideraba que los dioses habían intervenido o no a favor del acusado; por lo tanto, si tenía pocas quemaduras, se le considera inocente y si no, culpable.